Presentamos la Homilía del P. Carlos Cardó SJ en la misa concelebrada celebratoria de sus cincuenta años de sacerdocio (2 de diciembre de 2022)
“Dios es amor inquebrantable y condescendiente”
El evangelio de la llamada de los doce discípulos contiene en esencia todo aquello de lo que quiero dar gracias al Señor en esta celebración. Dice San Mateo que Jesús, viendo al gentío sintió compasión de ellos, porque andaban fatigados y decaídos como ovejas sin pastor. Se destaca una de las actitudes más características de Jesús: su compasión y misericordia, que él comunica a sus discípulos. La misión nace de la misericordia.
A continuación, sigue el relato del llamamiento de los Doce, comparado a la cosecha. Esta alegoría subraya el hecho de que el trabajo en el campo no depende de los trabajadores sino de la voluntad del Señor. Él es el dueño del campo, es quien escoge y llama a los trabajadores. La mies es mucha. Jesús necesita colaboradores. Quiere prolongarse en el mundo por medio de sus discípulos y discípulas, los de ayer y los de hoy, sigue diciendo hoy: Como el Padre me ha enviado, así los envío yo (Jn 20,21).
Por todo esto, en celebraciones como ésta el homenaje no es a la persona que cumple un aniversario sino a la generosidad del don del Señor y a la fidelidad de su amor que mantiene la gracia de su feliz llamamiento a lo largo de los años. Pedimos que el Señor siga comunicando esta gracia a muchos jóvenes dispuestos a aceptarla.
Señor de mi tiempo y de mi vida
Los años pasan fugaces, como un sueño. Pero el amor del Señor permanece y en sus manos está –en toda su unidad, sin división del ayer, hoy y mañana– la vida que Él me dio y que puso en el tiempo para sostenerla y llenarla de bienes. ¡Señor de mi tiempo y de mi vida! Una porción especialmente bendecida del tiempo que he vivido son estos cincuenta años de sacerdote, cincuenta años de colaborador del Señor en el ministerio, cincuenta años en que no he dejado de sentir que llevo un tesoro en vasija de barro, sintiéndome pecador y, no obstante, llamado a ser compañero de Jesús como lo fue Ignacio. Porque fue Ignacio, en verdad, quien con el modo particular de ser presbítero al servicio de la Iglesia, que él dejó plasmado en las constituciones de la Compañía de Jesús, hizo posible que yo pueda estar ahora aquí cantando las misericordias del Señor. Fue Ignacio quien me enseñó que tengo que emplearme en algo que me permita contribuir de la mejor manera a la tarea de hacer este mundo mejor, diferente.
Naturalmente cuando fui ordenado, no tenía sino una idea general de lo que iba a vivir en el ministerio. No podía ni suponer ni imaginar lo que sería el mundo en estas últimas décadas. Sin embargo me decidí –igual que lo haría ahora– seguro de que el Señor Jesús seguía necesitando colaboradores para su obra y que contaba conmigo; seguro también de que con el ministerio presbiteral mi vida acrecentaría su sentido y calidad, más que en otras opciones igualmente valiosas que se me ofrecían. Quería simplemente servir a Cristo, vivir junto con otros la experiencia de identificarnos cada vez más con Él, hasta hacer de Él lo más importante, el centro de nuestras mentes, el amor del alma, la riqueza principal de nuestros estudios y formación, la razón de nuestros trabajos y del servicio a la gente, en una palabra –palabra que Arrupe no dejaba de recordarnos– que Cristo sea para nosotros… ¡todo! Sentía asimismo, como indisociablemente ligado al amor a Jesucristo, el anhelo de hacer algo por Él, entregando mi vida a la gente que me necesitase. Puedo ahora afirmar que mi gratitud al Señor es eterna porque no me abandonó nunca en estos cincuenta años.
En la Compañía, Dios me tomó para sí
En la Compañía encontré un grupo de amigos entrañables con quienes he convivido y de quienes he aprendido tanto, compañeros que te comprenden, te sostienen, te disculpan, te guardan las espaldas, pero sobre todo, te dan con su ejemplo un estímulo constante para la renovación de tu servicio. Es imposible recordarlos a todos y cada uno… Ellos fortalecieron mi vocación, me hicieron ver que lo que yo quería coincidía con sus búsquedas y sus sueños, con su manera de vivir y proceder, con su forma de entender la propia vida, el Perú, la Iglesia, el mundo, el Evangelio; todo eso que íbamos extrayendo de la manera específica cómo san Ignacio describe en los Ejercicios y en las Constituciones de la Compañía nuestro modo de ser, de trabajar, de amar, sufrir y gozar.
La Compañía dispuso para mí casi quince años de preparación y de estudios, con maestros y formadores auténticos (no meros instructores) que veían por el desarrollo integral de nuestras cualidades y talentos, hombres de Dios inolvidables como el Maestro de novicios César Toledo, los PP. Pedro Cano, Alfredo Noriega y José Luis Rouillón que transmitían humanismo, sentido del orden y de la belleza, capacidad de expresión y equilibrio emocional. En filosofía en Alcalá de Henares, Madrid, me esperaba un equipo de profesores-formadores de excepcional calidad que formaban nuestras mentes y nos enseñaban a pensar: los PP. José Gómez Caffarena, Andrés Tornos, Luis Criado. Siguió después la teología con José Luis Idígoras que nos adentró con su mente privilegiada en los misterios de Dios; y fue después seguido de mis profesores de Francia, de Canadá…
Unos cuantos años antes de acabar mis estudios llegó la ordenación sacerdotal, el 2 de diciembre de 1972, vigilia de San Francisco Xavier, junto con Juan Luis Lazarte, Tito Tapia se ordenaría días después el 8 de diciembre en Tacna. Este don del presbiterado, que considero como parte de mi vocación a la Compañía y que yo no podría entender para mí sino ejercitándolo como sacerdote jesuita, es sin embargo un don inmensamente superior a los demás porque lo da el mismo Cristo a través de la Iglesia. Estoy convencido de no haberlo merecido, de que el Señor me llamó por pura gracia, y me ha sostenido en el ejercicio ministerial con la misma gracia que nos capacita.
El hecho es que cuando en mi ordenación, el obispo (Mons. Fernando Vargas) me impuso las manos, fue para mí como si Dios me tomara para sí. Cuando, postrado rostro en tierra oía cantar las letanías de los santos a toda esa gente que llenaba la iglesia, sentí que era todo un pueblo el que intercedía por mí y me reclamaba para sí. “Ya no te perteneces, Carlos Cardó”, me dije.
En todo amar y servir
Muy pronto, a través de la práctica del ministerio y, sobre todo, de la ayuda de consejo a tantas personas que el Señor iba poniendo en mi camino, fui percibiendo lo que dice San Pablo: Todo es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encomendó el ministerio de la reconciliación (2 Cor 5,18). Por ello he vivido convencido de que ser sacerdote es hacer sentir el amor y misericordia de Dios a las personas que Él nos confía; lo cual implica asumir la actitud que Jesús nos muestra en el evangelio: la de estar no para que a uno lo sirvan sino para servir, no juzgar ni condenar sino comprender, alentar, resolver, liberar, curar.
Y así, el Señor me fue poniendo en situaciones, muchas de las cuales me parecieron superiores a mis capacidades, pero en las que traté de hacer efectiva la formidable misión de servir a la fe y promover la justicia. Eso intenté, con mayor o menor acierto, Dios lo sabe, como maestro de novicios, superior de estudiantes jesuitas, formador de religiosos y religiosas, profesor, acompañante espiritual, provincial de los jesuitas en el Perú, Consejero del Padre General y Asistente suyo para América Latina y finalmente, en mis últimos años aquí en la parroquia de Fátima con ustedes, mis hermanos y hermanas tan queridos.
Han pasado, pues, cincuenta largos, densos y hermosos años. Y lo que un día se me dio como gracia lo he de seguir acogiendo día a día con fidelidad y rehaciéndolo y reparándolo cuando es menester con humildad y contrición sincera. Porque el Señor respeta nuestra libertad y porque nuestra acogida de su gracia no es tan de corazón y tan plena como para que uno no tenga –a veces cuando menos se lo espera– la tentación de ponerse a mirar otras cosas. Quizá tenga que volver a enfrentar momentos difíciles como los que pasé, momentos en los que hubo que hallar nuevas razones porque las anteriores ya no bastaban en las nuevas circunstancias. Pero siempre, como entonces, me sostendrá una razón, la misma, la inmutable: que Dios es más grande que mi conciencia, que Dios es amor inquebrantable y condescendiente, y que llevará a buen término la obra buena que inició en mí. Así, pues, ese amor es el que nos sostiene no un año, ni diez ni veinticinco ni cincuenta sino todos los años, uno tras otro, hasta el final. No cabe sino decir con la persuasión más honda las palabras de Pablo: Sé en quién he confiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio (1 Tim 1, 12).